Sigmund Freud, el hombre que puso a mamá en el centro
- Paulo Pereira de Araujo

- 4 de nov.
- 2 min de leitura
Acuéstate en el diván polvoriento y empieza a hablar…

Ah, Sigmund Freud. El hombre que miró un cigarro y dijo: “A veces un cigarro es solo un cigarro (o algo peor).” Pero sabemos que, con él, nada era solo lo que parecía. Freud fue el tipo que decidió abrir la mente humana como un cajón desordenado lleno de secretos que ni siquiera sabíamos que existían.
Dentro, encontró una mezcla de deseos reprimidos, traumas de la infancia y una preocupante fijación por la madre. Señoras y señores, si alguna vez soñaron con escaleras, dientes cayéndose o la caída de Milei, Freud probablemente diría que todo eso tiene
que ver con la sexualidad, el inconsciente o conflictos psicológicos que preferimos ignorar.
Él inventó el inconsciente, ese sótano psicológico donde empujamos todo lo que no queremos enfrentar, solo para que vuelva disfrazado de síntomas: fobias, tartamudeos o la súbita necesidad de llamar al ex.
Freud nos presentó conceptos que parecen sacados de una telenovela interior: el ego, el id y el superego, una verdadera tríada del caos emocional donde nadie se entiende, pero todos quieren mandar. Nos mostró que somos contradictorios, confusos, y que el psicoanálisis no es magia; es solo una manera elegante de mirar el caos y tratar de entender por qué nos controla.
¿Y cómo trataba Freud estas neurosis? Simple: ponía al paciente en el diván y escuchaba en silencio mientras la persona deshilaba sus traumas como quien teje angustias. A veces cabeceaba, a veces fingía entender, pero siempre volvía con una interpretación que hacía parecer que todo era culpa de la madre, del padre o de pulsiones libidinosas no resueltas.
Freud fue acusado de ver sexo en todo, y tal vez lo veía, pero también vio lo que nadie quería ver: que el ser humano es una mezcla de contradicción, confusión y pequeños mecanismos de defensa que nos hacen únicos y, claro, un poco neuróticos.
Al final, Freud no curó a todos, pero dejó a todos más curiosos, más conscientes de su propia psicología y, inevitablemente, un poco más neuróticos. Nos enseñó que comprender la psique humana es más importante que resolver cada problema individual, y que observar nuestros sueños, miedos y deseos reprimidos es un viaje sin fin.
¿Y qué diría Freud de mí, Horácio Guimarães? Probablemente algo como: “Un caso clásico de ego inflado, deseo reprimido y sarcasmo como mecanismo de defensa.” Pero en el fondo, Freud nos enseñó que todos somos un poco Horácio: irónicos, confusos y fascinantemente complejos, navegando por la vida mientras el inconsciente sonríe en silencio desde un rincón.
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