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Cuando el fascismo y la religión se abrazan

  • Foto do escritor: Paulo Pereira de Araujo
    Paulo Pereira de Araujo
  • 29 de out.
  • 2 min de leitura
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Cuando la religión se convierte en el perfume del poder


La religión, amigo mío, es siempre la muleta dorada del poder, y el fascismo lo entendió muy bien. No es que Mussolini creyera en Dios; creía en el efecto de poner crucifijos en las escuelas y curas en los balcones. Era ateo convencido, pero besaba la mano del papa cuando necesitaba los votos de las viejecitas con velo negro. Hitler tampoco rezaba el rosario, pero hablaba de la Providencia como quien lee el prospecto de un medicamento: para calmar al pueblo y fingir que la barbarie tenía sello divino de aprobación.


El truco es simple: usar la religión como perfume. El fascista se unge con símbolos sagrados para ocultar el olor a sangre. Hace pactos con la Iglesia, reparte cargos, promete moralidad y, a cambio, obtiene el silencio cómplice ante la violencia. Mientras los curas hablan de orden y familia, los milicianos rompen dientes en la calle. El altar legitima la bayoneta.


Y fíjate que la religión bajo el fascismo no es espiritualidad, es espectáculo. Misa transmitida por la radio estatal, crucifijo sobre la bandera, lemas bíblicos pegados en los carteles. No es fe, es coreografía. La religión se convierte en propaganda, anestesia, barniz. Y el pueblo, ya asustado por la crisis, se aferra a ese teatro como náufrago a una tabla podrida.


¿Quieres una prueba? En 1929, Mussolini firmó el Tratado de Letrán, otorgando al Vaticano el estatus de Estado soberano. El papa lo llamó “el hombre de la Providencia”. Providencia, nada; era conveniencia. Hitler, por su parte, nunca rompió realmente con la Iglesia Luterana. Algunos pastores incluso bendijeron a sus tropas. Cristo fue convertido en jefe de campaña, y Dios, en capataz de la guerra.


Al final, la religión usada por el fascismo no sirve para salvar almas, sino para encadenarlas. Funciona como un megáfono sagrado que repite el viejo estribillo: obedece, calla, marcha. Y lo peor es que mucha gente marcha creyendo que sirve al cielo, cuando en realidad está sirviendo al infierno en la Tierra.




 
 
 

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